El silencio que nos aparta: el duelo perinatal

El silencio que nos aparta: el duelo perinatal

Aún sigo temblando, han pasado ya once días y es como si nunca pudiera dejar de temblar cada vez que pienso en Sara. Me ha tomado un par de horas sentarme finalmente frente a la computadora y empezar a escribir esta entrada. Creo que es la más difícil de todas. Creí que esa ya la había escrito cuando pasé por la angustia del riesgo de perder a Lucía, pero me equivoqué. Recuerdo que de adolescente solía nombrar las desgracias para no tener que vivirlas, creía que así exorcizaba mi futuro.


Sara a perdido a su bebé. Lo escribo y me parece un eufemismo. El bebé de Sara, la pequeña Ana murió mientras nacía. Así parece más justo. No sé si pretenda ser justa o buena o solo me desahogo, pero sé que no puedo no escribirlo, no nombrarlo. Lo que no se nombra no existe y Ana es tan real como lo es Javi durmiendo en la cama, o como es Lucía en mi vientre. Ana, hija de Sara y Pablo, amigos nuestros de hace algunos años murió y ahora en su casa hay un vacío. Y yo no puedo hacer mucho por ello.

Sara me llamó hace once días, era de noche y yo creía que mi día había sido duro. Ya casi nos íbamos a acostar, Javi acababa de dormir y mi celular estaba en el buró. En el segundo timbre el impulso por llegar al teléfono era muy fuerte, Alex dice que fue porque sabíamos que Pablo estaba fuera de la ciudad y nos había encargado a Sara. Al contestar escuché un “Emma” que me puso los pelos de punta. La frase “necesito ayuda” la escuché mientras le decía a Alex un ¡vámonos! y bajaba a buscar las llaves de la camioneta, me regresé en círculo y le dije “Sara”. Él llamó a su hermana Liz para que se quedara con Javi. Sé que no le dije nada más que el nombre pero supongo que leyó en mi rostro la urgencia.

Luego de eso los recuerdos son dispersos. Y trataré de volcarlos en la pantalla como los vi. Sara en la sala, llorando, con el dolor dominando su cuerpo: los músculos tensos, la cara roja, las lágrimas en su rostro, las manos crispadas alrededor de su vientre, agua y sangre en el suelo. Y un “Ayúdenme”  que salía de su boca sin cesar. Alex la levantó sin dudarlo y yo corrí para abrir la camioneta, en un impulso casi me sentaba al volante pero Alex me quitó las llaves y me movió al asiento de atrás. Los minutos pasaban, yo solo podía abrazar a Sara. Escuchaba mi voz cuando le decía “tranquila, todo estará bien. Recuerda, respira.”  Y muchas cosas más. Le besaba la frente y en un punto descubrí que sus lágrimas y las mías se confundían. Aún ahora me pregunto si las palabras no me las decía a mi misma. Hicimos solo 10 minutos al hospital. Cinco de nuestra casa a la de ella. Lo sé por las llamadas. La suya fue a las 10:20, llamé por primera vez a Pablo a las 10:25 mientras entramos por ella. Llamé otras veces 10:30, 10:32, 10:33 , 10:38, 10:40. Me devolvió la llamada a las 10:45. Solo le pude decir es Sara, luego me quedé sin voz y Alex terminó la llamada. Hacer el ingreso fue casi imposible, no recuerdo mi mano llenando los papeles, solo recuerdo que después me pidieron completar los datos, y los tomé del expediente que tenía listo Sara. Las dos sabíamos dónde teníamos la maleta del hospital, en qué bolsa estaban todos los datos para ingresarnos, era un común acuerdo por si Alex o Pablo no podían salir pronto del trabajo, nos ayudaríamos. Nos acompañaríamos. Estuvimos caminando juntas en el embarazo y ahora… las dos vamos por caminos distintos.



Estuvimos ahí cuando el médico dijo que no podían haber salvado a la niña, que llegó en un estado muy comprometido, que podía deberse a un problema subyacente que no había sido detectado, y muchas otras palabras más. Nosotros recibimos la noticia en ese instante y de nuevo, cuando Pablo estuvo presente. Por un error de comunicación pensaron que Alex era el papá en emergencias, no hubo tiempo de que el médico de Sara llegara, todo terminó en un tris. Volvimos a la casa de madrugada, íbamos mudos, Javi estaba en casa de mi cuñada Liz y yo lo agradecí mucho. Nos acostamos sin decir nada pero al cabo de un rato me acurruqué entre los brazos de Alex, mi rostro buscó el hueco perfecto en su cuello. Él me envolvió con el brazo derecho y con la mano izquierda acarició mi vientre. Lucía se acomodó muy cerca de su mano, estábamos los tres en ese abrazo, confortándonos.

Al día siguiente fue que al final lloré, de tristeza, de miedo, de todos los sentimientos y pensamientos acumulados; por Sara, por nosotros también, ¡ellos pudimos ser nosotros! La idea que ellos aún podemos ser nosotros hace que el terror me invada. Todo me temblaba. Por días no quise acercarme a la camioneta aunque ya estaba limpia.

Volví a ver  a Sara cuando salió del hospital, no era ella, era alguien con un mal disfraz de ella, uno acartonado, uno que no tenía vida, solo un hilo de dolor la sostenía, como un pequeño soplo, algo que apenas le infundía energía para moverse. La vi perder su mirada en mi vientre y me sentí estúpida por estar embarazada. Es decir no era mi culpa, pero de alguna forma creía que eso la hería. Esa noche volvimos a sentirnos destrozados. Pablo no sabía que hacer en casa y le ayudamos a poner algo de orden. No tenían otro hijo, Ana sería la primera. Lo intentaron por un largo tiempo. Éramos de esos amigos que aunque no nos viéramos seguido la amistad perduraba. A Sara la conocí en la universidad por amigos en común y nos reencontramos en una fiesta de la empresa de Alex, él y yo ya estábamos comprometidos y ellos comenzaban a salir. Nosotros tuvimos a Javi. Cuando quedó embarazada celebramos, yo supe de Lucía semanas después. Estar embarazadas al mismo tiempo nos unió de una forma particular. Primero nacería Ana y luego Lucía.

Después de dejar a Pablo y Sara fuimos a casa, en la noche estaba exhausta pero no podía dormir, igual que otros días atrás. Sentí que Alex se despertó, me dijo: “tampoco has dormido ¿verdad?” Pensaba que él sí dormía. Me abrazó con firmeza pero a la vez con ternura, me atrajo muy cerca de su pecho y comenzó a hablar. Su voz era distinta. Casi ronca y muy grave, creo que adoptó esa voz para que no se le quebrara. Hizo muchas pausas. “Si esto nos hubiera pasado, yo no sé que haría, Emma. Veo a Pablo y es casi un fantasma. No está en el mundo. No sabe qué hacer con Sara, así que se escapa de vez en cuando a la oficina, pero ahí no hace nada. No intercambia palabras con nadie. Y cuando me ve es como si se encendiera una chispa pero luego me evita, como que esconde la cara. Yo no sé qué es lo que piensa pero me aterra que no se lo ha dicho a nadie. Yo te tengo Emma, te sostengo cada noche aunque no duerma. Te miro de soslayo hasta que te quedas dormida por el cansancio. Vigilo que respires, que Lucía se mueva. Las amo, amo a Javi y a esta familia nuestra pero no sé si algo asi… si algo así ocurriera si podría si quiera mantenerme en pie. Estuvimos cerca hace unos meses, y claro tuve miedo, pero ahora que lo he visto de cerca… es imposible de seguir. Solo creo que es imposible”. Me besó y sentí las lágrimas en su rostro.

Volví a casa de Sara tres días después de su regreso del hospital. Todo el tiempo estuve al pendiente de ella con mensajes, pero justo un día antes de visitarla me dijo que se sentía sola. Era como ser la apestada. Todo el mundo la evitaba y cuando se topaba con conocidos en la calle o en el consultorio esa persona no sabía qué hacer con ella. Me escribió: “cuando todos te han visto con una panza tan enorme como la nuestra y saben que estabas embarazada y de repente ya no lo estás más pero tampoco hay un bebé en tus brazos te vuelves una paria, un anómalo en el mundo. Eres lo que no debió  suceder.” Me di cuenta que de alguna manera y sin proponérmelo hacía lo mismo. No podía ser esa persona, no importaba si verla despertaba miedos profundo o no, no quería abandonarla. Los primeros minutos juntas fueron difíciles, pero hice lo primero que se me ocurrió y la abracé, al inicio con fuerza y luego tratando de llenar el espacio entre nosotras, la distancia que teníamos ahora. No quería preguntar cómo estaba pero necesitaba saberlo. Le pregunté si había dormido, si comía. Me sentí tonta pero tras mirarme unos instantes me dijo que no podía comer gran cosa y que pasaba largas horas en cama, pero no podía decir que descansaba.


No quería repasar esa noche pero ella inició esa conversación, que se iba y venía en frases con silencios intermedios. Dijo que podía recordarlo todo. El miedo, que llegáramos, el dolor, que la llevaran de una sala a la otra, la urgencia de todos en el hospital y luego el silencio cuando lo que esperaba era un llanto. También me dijo que más tarde pudo abrazarla, era como si estuviera dormida pero algo más se adivinaba bajo su piel, algo distinto, que confirmaba que no estaba en un sueño regular. La abrazó, la besó. Tomaron fotos. Les preguntaron si querían hacerlo y ella dijo que sí. Pablo no ha podido lidiar con mucho, según sus palabras. Solo se deja llevar. Ella es quien decide todo. Le pregunté que cómo lo hacía. Dijo que solo hizo falta ver a su hija para comprender que eso era todo, que ese instante no volvería, así como no volvería todo lo que había pasado en el embarazo, no había un después y decidió tomar el ahora. No lo creía, es decir yo me hubiera paralizado. Me dijo: “no es como que lo decidiera tan consciente, es decir quería pasar todo el tiempo posible con ella, alargar los minutos, pensar que tal vez en algún momento al escuchar mi corazón, al sentir mis brazos ella volvería. No fue así. Y aunque me rompió el corazón no tenerla de vuelta, hoy esos instantes evitan que pierda la razón.”

“Hay algo que no te dicen mientras estás embarazada, estas cosas suceden, la muerte perinatal o neonatal es más frecuente de lo que creemos. Tener el valor de ser madre es apostar el corazón en algo que no sabes si sucederá. Sí, es común que las pérdidas sean al principio, pero esto que me sucedió también es frecuente. Ana tuvo una baja en el suministro de oxígeno, las razones no son claras. Emma, es muy frecuente ¡y no te lo dicen! Eso es lo que me llena de rabia. No encuentras paz porque no se habla. La gente se va de mi presencia, mis padres actúan muy normal al exterior pero no pueden vernos a los ojos. Nadie te advierte que puede que eso en lo que fincas tus esperanzas y tus sueños un día, de repente, se puede ir. Te mandan a casa con el pecho congestionado, lleno de leche, y el vientre y los brazos vacíos. El primer día no podía respirar, entre el dolor del corazón y los pechos cargados, la opresión era enorme. La medicina no me ayudó a evitar la producción de leche.”

Nos quedamos en silencio. De hecho así fue todo el rato. Me decía algunas cosas y luego se quedaba callada por largos minutos. Había un llanto que iba y venía, era más como una suave lluvia que se instalaba en sus ojos por unos minutos, eso no le impedía hablar o estar conmigo. Sabía que estar ahí, escucharla era mucho mejor que cualquier otra cosa que se me hubiera ocurrido decirle o hacer por ella. Al despedirnos le dio una larga caricia a Lucía en mi vientre. No supe si eso la confortaba o si mi estado aún feliz podía lastimarla más pero ese gesto me dio esperanzas sobre lo que aún podíamos ser. Aún llora, mucho, lo sé porque si bien no he estado a su lado todo el tiempo, cuando no lo hago, ella me cuenta sus días por mensajes. Por ella sé que no hay tanta información ni tantos grupos de ayuda o bien médicos o tanatólogos especializados en el duelo perinatal. Si algo aprendí,  es que nunca se debería decir a alguien que ha perdido un hijo, que hay un plan perfecto o que por algo pasan las cosas o, la frase que más odia: Dios quería un angelito. “No creo que  Dios haya querido que yo pasara por esto tan duro, Emma, algo que me partiría el alma y el corazón, algo que tiene la potencia de destruirnos a Pablo a mí, y mucho menos porque le faltara tener a mi hija a su lado.”

También descubrí en estos días que sí es frecuente la muerte de los hijos. Mamá me confeso que antes de mi tuvo un aborto espontáneo. No se habría enterado de que estaba embarazada si no fuera porque alcanzó a desarrollar una infección, creía que solo había sido un periodo más fuerte hasta que tuvo que ser atendida. Nunca antes me lo había dicho. Dijo que esas cosas no se decían. Contó que una prima suya le platicó una vez de su hermanita, una niña menor que ella que solo vivió seis meses, desde que nació era más pequeña y débil. Ella no la conoció porque entonces era un bebé también. La plática salió en un viaje que hicieron al salir de la escuela y hablaron de sus planes en el futuro, y cuando hablaron acerca de querer tener hijos o cuántos el secreto salió a la luz. Cuando le preguntó a su madre, mi abuela, le dijo que sí. Ella misma tuvo 4 hijos, pero solo mamá y mi tío sobrevivieron. Cuando le pregunté que porqué nunca me lo dijo resopló un poco. Se dio cuenta que iba a darme una respuesta similar a lo que mi abuela le dijo cuando le contó esa historia, la de su familia: hija esas cosas no se decían, se asumían como parte del ser madres.

Pensar que hace unos meses tenía terror de perder a Lucía y ahora vivía de lejos este duelo acompañando a Sara me hizo reflexionar que quizá su historia, podía darle luz a otras mujeres que, como ella, habían sufrido una pérdida. Sin importar las semanas de gestación o si habían nacido o fallecieron al nacer como Ana, para todas esas madres es lo mismo. En palabras de Sara: “lo que pierdes es más que un hijo o una hija, pierdes un sueño, las ilusiones, un futuro que creías que estabas construyendo. Se escapan la esperanza y queda muy poco del amor, porque todo eso muere también, lo entierras con tu bebé. Te queda un hueco permanente, en los brazos, en el corazón. No hay cosa o persona que pueda llenarlo, Emma, es algo con lo vas a vivir siempre. Leí que nombrar a nuestros hijos es decirle al mundo que vinieron que existen aún en la memoria de cada madre, y donde vayan ellas irán sus hijos, más allá si otras personas pueden verlos o no. No sé si algún día deje de doler lo suficiente para pensar en otro hijo o hija, quizá sí, quizás no. Pero Ana siempre será mi primogénita y ella vivirá mientras yo viva.



Regresar al blog

Deja un comentario